martes, 29 de noviembre de 2011

Let's going to talk again.

- ¿Que nos paso? siento que cada vez todo es más rápido. El tiempo se acaba y sigues divagando cono si no hubiera mañana, todos los días te despiertas y quedas desocupado, hay cosas que te duelen, pero demuestras no sentir nada, quizás eso me hace falta. Distraérme, ser más como tu.
- ¿Que haces?
- Nada productivo.
- Para variar.
- ¿Que te pasó?
- Bad news but it doesn't matter. Como siempre. ¿Por qué?
- No sé. Estos días hay algo raro en ti, tu cara no es la de antes, se ha arrugado ante el inevitable contacto con la realidad, la pena ha invadido tus labios, tu ojos irradian, pero no estoy segura de si es por felicidad o por lágrimas reprimidas, el mañana te es incierto por primera vez, creo que tienes miedo.
- ¿Miedo? Por favor eso es algo tuyo.
- Algo de lo que te pudiste contagiar.
- Tu eres la dudosa aquí, no yo.
- Para de ser tan perfecto cariño, o por lo menos creerte que lo eres.
- ¿No te gustaría ser perfecta?
- No, si fuera perfecta entonces ¿Donde se iría la emoción de tener la vida por delante? ¿El pánico que te invade ante la posibilidad de equivocarte?
- Jamás sentí algo semejante.
- Presumido. You're so bored my darling.

Lapsus.

And in that moment I knew that you would never be with me. I think it's okay. You deserve something better.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Dia de Exámen

Los Jordan no mencionaron el examen hasta que su hijo, Dickie, cumplio los doce años. Ese día su madre mencionó el asunto en su presencia por primera vez, y la preocupación con la que lo dijo provocó una brusca reacción de su marido.

-Déjalo en paz- le pidió-. Seguro que el muchacho lo hará bien.

Estaban desayunando, y Dickie levantó la vista del plato, intrigado. Era un niño muy movido, de ojos vivos y pelo rubio liso.

No comprendía el porqué de aquella súbita tensión, pero si sabía que era su cumpleaños y ante todo deseaba paz. En algún rincón del pequeño piso aguardaban unos paquetes primorosamente envueltos y en le horno de la diminuta cocina empotrada contra la pared, algo dulce y caliente humeaba en su honor.

El quería que fuera un día feliz y los ojos húmedos de su madre y el gesto hosco de su padre estaban arruinando la gozosa expectación con la que se había levantado por la mañana.

- ¿Qué examen? - quiso saber.

Su madre bajó la vista hacia el mantel.

- Una especie de test de inteligencia que el Gobierno obliga hacer a los niños cuando cumplen 12 años . Te toca la semana que viene. Pero no te preocupes.

- ¿Es un examen como los del colegio?

- Parecido- respondió su padre, levantándose de la mesa -. Ve a distraerte con los cómics, hijo.

Dickie se levantó y fue hacía su rincón particular desde siempre en la sala de estar. Hojeó el primer cómic de la pila, pero las vistosas viñetas repletas de acción no parecían despertar su interés. Entonces fue hacia la ventana y escudriñó con semblante triste a través del cristal empañado.

- ¿Por qué tiene que llover hoy y no mañana? - se lamentó.

Su padre, que se había arrellanado en una butaca con el periódico oficial, sacudió sonoramente las hojas, irritado.

- Pues porque sí. La lluvia hace crecer la hierba.

- ¿Por qué papá?

- Porque si, te lo acabo de decir.

Dickie arrugó la frente.

- ¿Y por qué es verde? La hierba quiero decir.

- Nadie lo sabe - respondió su padre, lamentando enseguida su tono bruso.

Horas más tarde llegó el momento de celebrar su cumpleaños. Su madre le entregó los vistosos paquetes con semblantes alegre y su padre incluso acertó esbozar una sonrisa y revolverle cariñosamente el pelo.

Dickie dio un beso a su madre y estrechó la mano de su padre con formalidad. Luego trajeron la tarta de cumpleaños y la celebración se dio por concluida.

Una hora más tarde, Dickie estaba sentado junto a la ventana, observando cómo el sol se abría paso entre la nubes.

- Papá - preguntó-, ¿a que distancia está el Sol?

- A 8 mil kilómetros- respondió su padre.

Dick se sentó en la mesa del desayuno y de nuevo vio que su madre tenía ojos llorosos. No asoció sus lágrimas con el examen hasta que su padre sacó a relucir el tema.

- Bueno, Dickie -anunció arrugando el entrecejo con expresión seria - hoy tienes una cita.

- Lo sé, papa. Espero que…

- No hay nada que temer. Este examen lo hacen miles de niños al año. Sólo quieren comprobar tu inteligencia. Eso es todo.

- En el colegio saco buenas notas - dijo Dickie timidamente.

- Esto es distinto. Es un examen… especial. Te dan algo de beber y luego pasas a una sala donde hay una especie de máquina…

- ¿Qué te dan de beber? - quiso saber Dickie.

- Nada, una cosa que sabe a menta. Es sólo para asegurarse de que respondes con sinceridad. No es que el Gobierno piense que vas a mentir, pero así se aseguran.

El rostro de Dickie reflejó su extrañeza, y también cierto temor. Miró hacia su madre y ésta compuso el semblante, esbozando una sonrisa.

- Todo irá bien - dijo ella.

- Pues claro que irá bien - convino el padre -. Eres un buen chico, Dickie lo harás bien. Cuando volvamos a casa lo celebraremos. ¿De acuerdo?.

- De acuerdo - contestó Dickie.

Entraron en en Departamento Gubernamental de Enseñanza quince minutos antes de la hora prevista. Cruzaron el suelo de mármol de un gran vestíbulo sostenido por columnas, pasaron bajo una arcada y entraron en un ascensor que los llevó a la cuarta planta.

Frente a la habitación 404 había un joven vestido con una chaqueta de paisano, sentado a un reluciente escritorio. En la mano sostenía un sujetapapeles; buscó la “J” en la relación de nombres e hizo pasar a los Jordan.

La estancia era tan fría e impersonal como una sala de tribunal de justicia, con unas mesas metálicas flanqueadas por largos bancos. Ya habían llegado otros padres con sus hijos y una mujer morena, de labios finos y pelo muy corto, repartía unas hojas.

El señor Jordan rellenó el formulario y se lo devolvió a la funcionaria. Luego se dirigió a Dickie.

- Ya falta poco. Cuando te llamen, pasa por esa puerta del fondo y ya está - dijo señalando con el dedo.

Un altavoz oculto crepitó y anunció el primer nombre. Dickie observó como el niño dejaba a su padre a regañadientes y se dirigía lentamente a hacia la puerta.

A las once menos cinco llamaron a Jordan.

- Buena suerte, hijo - dijo su padre sin mirarle -. Te pasaré a buscar cuando termine el examen.

Dickie se encaminó hacia la puerta y giró el pomo. La habitación a la que accedió estaba en penumbra y apenas pudo distinguir la cara del funcionario de la chaqueta gris que lo recibió.

- Siéntate - dijo el hombre en voz baja, indicándole un taburete alto -. ¿Te llamas Richard Jordan?

-Sí, señor.

- Tu número de registro es el 600-115. Bebe esto, Richard.

El funcionario cojió un vaso de plástico de la mesa y se lo tendió al niño. El líquido tenía una consistencia como de nata y sólo sabía ligeramente a menta. Dickie se lo bebió de un trago y devolvió el vaso vacío al funcionario.

Aguardó sentado en silencio, medio mareado, mientras el funcionario se afanaba tomando notas en una hoja de papel. El hombre consultó entonces su reloj, se puso en pie y se colocó a escasos centímetros de la cara de Dickie.

Desenganchó un objeto que parecía un bolígrafo de la chaqueta y enfocó con una minúscula linterna los ojos de Dickie.

- Bien - observó. - Ven Conmigo Richard.

Condujo a Dickie al otro extremo de la estancia y le indicó que tomara asiento en una solitaria butaca de madera instalada frente a un panel de control repleto de mandos. En el brazo izquierdo del asiento había instalado un micrófono que quedaba justamente a la altura de la boca.

- Ahora relájate, Richard. Se te van a hacer uunas preguntas; piensa con atención y luego responde por el micrófono. La máquina se encargará de los demás.

- Sí, señor.

El funcioanrio le dio un apretón en el hombro y abandonó la sala.

- Preparado -dijo Dickie.

En el ordenador aparecieron unas luces y se oyó el zumbido de un mecanismo. Una voz dijo:

- Termine esta secuencia: Uno, cuatro, siete, diez…

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El señor y la señora Jordan aguardaban en silencio en la sala de estar de su casa, sin hacer suposiciones siquiera.

Eran casi las cuatro cuando sonó el teléfono. La señora Jordan se precipitó a cogerlo, pero su marido se adelantó.

- ¿Señor Jordan?

Era una voz seca, una voz de funcionario, expeditiva.

- Sí, dígame.

- Le llamo del Departamento Gubernamental de Ensenanza. Su, hijo, Richard M. Jordan, número de registro 600-115, ha terminado el examen. Lamentamos anunciarle que su coeficiente intelectual supera las normas estipuladas por el Gobierno de acuerdo con la Ley número 84, sección 5, del nuevo Código Jurídico.

La señora Jordan se echó a llorar en cuanto vio el demudado semblante de su marido

- Se les permite especificar por vía telefónica - continuó el funcionario con voz monótona - si desean que sea el Gobierno quien se encargue del entierro del cadáver o si prefieren darle sepultura en un cementerio privado. La tarifa del sepelio gubernamental es de diez dólares.

Henry Slesar

domingo, 13 de noviembre de 2011

I don't really know.

Es como si mi felicidad se hubiese esfumado.